La Plata, el Paraíso de los Vagos - Arlt
Cada vez que a un vago amigo le he preguntado dónde trabaja, me contestó:
– Tengo un empleo en La Plata.
Y tan frecuentemente he recibido esta contestación, qué llegué a formarme la idea de que la benemérita ciudad de La Plata era algo así cómo el vaciadero de toda la atorrancia porteña, el paraíso de los “fiacunes” que necesitan justificar un medio de vida. Ayer, después de arduas cavilaciones, resolví hacer un paseo hasta la ciudad ignota y desconocida.
Como es natural, en la estación no me esperaba ni una banda de música ni una comisión de vecinos distinguidos, por lo que pude inspeccionar la ciudad a mi antojo y sabor, es decir, darme cuenta con mis propios ojos de lo que, sin tratar de parecerme a los viajeros distinguidos, llamaré “magnífica ciudad”. Y lo es sin vueltas.
¿Cómo iniciaré el elogio de esta ciudad? ¿La llamaré la preferida de Dios, la elegida del Señor, el Refugio de la Sulamita (hay muchas y estupendas), el Jardín de la Fiaca? ¿Cómo iniciaré el elogio de esta ciudad magnífica, amplia, limpia, arbolada, soleada, asfaltada, sin mujeres feas, con edificios maravillosos, con tranvías que paran en mitad de la calle, con agentes del bien que podrían ser caballeros y que lo son por los modales? ¿Cómo elogiaré esta ciudad de cafés con mozos cordiales, con gente que camina sin apuros, con comerciantes que se recrean leyendo los letreros de sus comercios, con plazas sin atorrantes, con calles sin ómnibus, autos colectivos – ¡gracias al diablo! – con árboles por dónde se mire y con mujeres tan linda que se piensa que a las feas las tienen secuestradas bajo siete candados para que no estropeen la armonía de ese paisaje que lo constituye el todo y las partes de ese inefable paraíso de silencio?
¡Silencio, Sol, Árboles! Insisto: La Plata es el paraíso de los vagos, el templo de los enfermos de actividad, el gran específico para los neurasténicos, la tabla de salvación de los “esquenunes”. La Plata es la tierra de la promisión de todos los que sueñan con una vida de espaldas al Sol.
Me he quedado encantado con esta ciudad. Alguien me dice que es una ciudad de estudiantes… ¡Puede ser! Yo no he visto estudiantes en ninguna parte, sino gente pacífica, tranquila, que en los cafés hacen rueda desde temprano, como si su ocupación fuera balconear la vida y a los pájaros que picotean sus sombras en las veredas.
El Espectáculo.
Le inquiero al boletero del tranvía la dirección de una calle, e inmediatamente un bombero, una señora anciana, un caballero mulato, el motorman, un cabo de vigilantes y un vigilante, espontáneamente, se ofrecen a darme cuánto dato pido. Me quedo asombrado al comparar, instintivamente, la grosería porteña con la amabilidad de esta gente.
¿De dónde ha sacado la compañía de tranvías de La Plata personal tan adecuado? Yo no lo sé ni puedo explicármelo. ¡Si casi le piden disculpas a uno por cobrarle el boleto! El tranvía para mitad de cuadra, para dejar subir a una anciana que desde la distancia se agita como semáforo. Yo miro en rededor y un caballero anciano también, de barbas plateadas, me dice, con un orgullo me explicó ampliamente:
– Aquí, señor, no han podido prosperar los ómnibus.
– Ni prosperarán – dice otro que parece ser un “ave negra” cordial y espontánea.
Yo me agarro la cabeza. ¿Será posible encontrar gente tan civilizada, tan culta, a sesenta minutos de la Capital?
Entro a un almacén y pido hablar por teléfono. El hombre almacenero, me busca la dirección en la guía.
Salgo y recorro las calles.
Una limpieza especial, una limpieza de casa holandesa prima en todas partes. Los comerciantes estudian astronomía desde sus mostradores. Otros se pasean con las manos atrás, frente a los letreros de sus tiendas y miran a los letreros cómo si los letreros tuvieran santas leyendas. El Sol cae abundante y beneficioso sobre sus amplias espaldas. El silencio llueve sobre las plazas adornadas como para un día de fiesta. No se ven atorrantes ni para remedio.
Cafés y Vigilantes.
Los cafés están repletos de gente que hacen filosofía al margen de una tacita de achicoria. Los mozos parecen conocer a todo el mundo, porque veo que la gente se levanta de las mesas sin pagar, y en vez de ocurrir una tragedia cómo ocurriría en esta ciudad de filisteos, el mozo exclama:
– ¡Hasta luego, don Joaquín, o hasta luego Noy!
Y eso es todo.
Tigero, el compañero Tigero que me acompaña en esta excursión, me dice:
– Fijese en el vigilante que ha parado a aquél automóvil.
Yo me fijo y veo que el agente está procediendo por una infracción del “chauffeur”. El “crosta” menea el brazo y el bastón; la gente mira y trata de recoger las voces de aquel sermón largísimo y, al final, el infractor se va. El agente no le ha hecho ninguna boleta. Se ha limitado a darle una lección de buena crianza.
Yo miro en rededor y le digo a Tigero:
– Pero en esta ciudad, no se ven mujeres feas.
Las mujeres de La Plata son las más lindas del mundo – me contesta éste – y yo juro que eso es cierto. He estado desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde en esta ciudad de silencio, de sol, de belleza y de vagancia, he visto trescientas cincuenta y ocho mujeres, de las cuales doscientas cincuenta y ocho son liadísimas, sesenta regulares y el resto como para hacerle perder la cabeza a cualquiera.
Y yo he pensado:
– Si me tocarse la lotería o un empleo fácil y sustancioso, me vendría a vivir a La Plata. Mi espíritu se regocijaría ante el panorama que contemplarían ojos, y éstos estarían de garufa corrida, pues, cuándo no mirasen el cielo, que es lindo y azul, mirarían a las mujeres ¡que son más lindas todavía!
Sobre el Autor y la Ciudad
La ciudad de La Plata tenía menos de 50 años cuándo el reconocido escritor Roberto Arlt escribió su aguafuerte porteña. Si bien era la ciudad capital de la provincia de Buenos Aires, y un gran desafío de ingeniería, se trataba de un territorio desconocido y de pocos adeptos. Había sido fundada en 1882 cómo parte de la pacificación y federalización de la nación, pero la mayoría de los políticos no habían respaldado la idea. Incluso la mega crisis socio-económica de 1890 había perjudicado mucho el avance de las obras y el desarrollo en general.
Roberto Arlt, un escritor en apogeo de los años 20-30 se destacó por sus novelas, sus crónicas en el diario El Mundo y por su visión de la literatura. Siendo uno de los principales referentes del "Grupo de Boedo", sus textos abordan problemas sociales, los dramas de los movimientos obreros, la deshumanización, la opulencia, la desigualdad, ocurrencias de la vida cotidiana y otros temas de vanguardia. Pero parte de su éxito se debió también a su estilo de escritura única. Introdujo el uso de palabras populares, el lunfardo el humor ácido para escribir crónicas de contenido analítico. De aquí el concepto de "aguafuerte", una descripción fragmentada y fotográfica de la realidad con un tono impactante pero profundo, gracioso y serio a la vez.
El encuentro entre el gran novelista argentino y la capital bonaerense pudo haber marcado un giro. Los textos de Arlt suelen tener una impronta humorística negativa, abrumada, y por momentos con soberbia. Pero al llegar a La Plata encuentra la materialización opuesta al estilo de urbe que tanto critica en sus escritos. Se trata de una ciudad "culta", "de estudiantes", dónde aun no llegó el caos característicos de las grandes metrópolis. En la Ciudad de Buenos Aires vivían más de 1,5 millones de personas, se nucleaba casi toda oligarquía conservadora, comenzaba a proliferar los últranacionalismos fascistas, la violencia y se acentuaba la desigualdad social. En oposición La Plata tenía menos de 150 mil habitantes, en su mayoría obreros de origen inmigrante. La Universidad estaba muy lejos de ser lo que conocemos hoy, pero al igual que muchas de sus instituciones tenían una bajada y contacto permanente con el grueso de la población. Los decanos y directores eran profesores regulares, los estudiantes eran obreros, y las familias en general se reunían para fundar clubes deportivos y espacios culturales. Era una ciudad capital que apuntaba a la perfección de la modernidad europea, pero conservando la identidad popular criolla y la calidez de los pequeños barrios.
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